El neoyorquino Woody Allen lleva ya más de una década larga alternando películas interesantes con mediocridades que sus admiradores prefieren denominar “obras menores”. Actores perdidos, chistes autocomplacientes, cierto aire intelectual que resulta confortable pero que no divierte ni conmueve, y en definitiva, un buen puñado de películas sobrevaloradas recibidas con laureles en este lado del charco.